Imagina
una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada,
abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres
que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que
tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las
ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que
arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un
camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un
tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el
público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.
- Ya
lo veo-dijo.
-
Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan
toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de
hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias;
entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros
que estén callados.
-
¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!
-
Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están
así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras
proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?
Este extracto del
mito de la caverna de nuestro estudiadísimo Platón, podría representar -
salvando las distancias lingüísticamente hablando - una conversación en
cualquiera de los hogares de la mayor parte del mundo...sólo que los
protagonistas no son Sócrates y su hermano, Glaucon, si no cada uno de
nosotros/as con algún componente de su familia, algún/a compañero/a de piso,
novio, novia, etc.
Una caverna que,
en nuestro caso, sería cada una de nuestras casas y un mundo exterior que es la
ciudad...una realidad que hasta hace bien poco era cercana a nosotros/as pero
ahora, al igual que en el mencionado mito - se muestra lejana, quieta,
impasible al paso del tiempo y dispuesta a ser redescubierta cuando todo esto
pase y nuestro compañero decida devolvernos nuestras vidas normales.
Hoy,
me he sentido como uno de los hombres del relato de Sócrates al vivir mi primer
"paseo largo" del confinamiento y descubrir lo que yo creía ya "requetedescubierto"
- otra de las ventajas de esta experiencia -.
Y es que, tras la noticia del positivo de mi madre - y la posibilidad de que mi padre esté ya infectado también por ser el que más tiempo comparte con ella físicamente - hemos decidido que mi hermano y yo seremos los homólogos a los hombres del mito de la caverna, siendo los únicos dos integrantes de la casa que vamos a salir a comprar, sacar al perro, y hacer algún que otro recado necesario, en definitiva seremos la única conexión con el "mundo real"...por el momento y , hoy, comenzaba nuestra recién estrenada responsabilidad, por la puerta grande, pues había que ir a la farmacia, comprar fruta y recoger las bajas de mi padre y mi madre, recados que se convertían en todo un evento para mi porque, después de unos cuantos días...¡¡¡¡iba a ir más allá del parque donde saco al perro!!!! - con que poco nos ha hecho conformarnos nuestro compi...-.
Primera parada:
el ambulatorio, para recoger la baja de mi padre y mi madre de los próximos
días...por el trayecto tres o cuatro personas sueltas y un ambiente raro...muy
raro, no sé si soy yo - probablemente psicológicamente sugestionado por la
situación -, la falta de gente por la calle o realmente es así, pero cada vez
que salgo hay otro ambiente - no se muy bien como definirlo - pero distinto al
que había antes de que nuestro compañero estuviese entre nosotros/as.
Al llegar al
ambulatorio la situación se tornaba más surrealista aún, como si de un hospital
de campaña se tratase en medio de una guerra, nada más pasar el dintel de la
puerta del ambulatorio te esperan dos enfermeros para indicarte, antes que
nada, donde debes situarte para evitar contactos y, si no llevas guantes, darte
alcohol, para luego pasar a atender tus necesidades.
Seguramente mis ganas de hablar
con alguien cara a cara que no fuese mi familia, me ha llevado a
preguntar "¿Qué tal va la cosa?" a los enfermeros
que allí estaban y ellos me devolvían un - entre tímido y asustado - "Bueno...", me
dieron los papeles de la baja y adiós - pues vaya... - pensé
- mi primera oportunidad de socializar, al traste...-, así que
con esta idea en la cabeza y la preocupación por las caras de miedo de los
enfermeros, me dispuse a recorrer el camino hacia la farmacia para recoger
algunos medicamentos que necesitábamos y, dando un poco de rodeo para disfrutar
de la caminata pude redescubrir un Torrejón - localidad madrileña donde vivo -
como muy pocas veces lo había visto - quizá un 20 de Agosto a las 15 de la
tarde o un día muy frío de invierno donde la gente no se atreve a salir por las
inclemencias del tiempo - pero no, esta vez estaba nublado pero hacía una
temperatura bastante agradable como para estar en casa...la causa era mayor que
la meteorología (os he dejado fotos del panorama por toda la entrada).
Sorprendiéndome
con cada rincón vacío, llegué a la farmacia en cuya puerta colgaba un cartel:
"No
hay termómetros ni mascarillas"
Cartel que podría replicarse para la mayor parte de las farmacias españolas, desde hace unas semanas, ya que suponen unos de los métodos más infalibles para combatir o detectar al compañero.
Entré dentro y a un metro del mostador una cinta adhesiva en el suelo marcaba la línea donde los clientes debíamos colocarnos antes de ser atendidos, esperé unos minutos a que fuese atendido y, esta vez, una encantadora farmacéutica me relató la realidad de la farmacia con la plantilla reducida, material y medicamentos que no llegan y el miedo a contagiarse y tener que cerrar el establecimiento por falta de personal, ya que una de sus compañeras ya había recibido la "visita" de nuestro compañero.
Una vez las
medicinas en mi mano y con una gran satisfacción por haber mantenido la primera
conversación en días presencialmente con alguien que no fuese mi familia, me
dirigí - con cierta sensación de culpabilidad, he de decir por el largo
"paseo" dado - me dispuse a volver a mi caverna con la esperanza de,
algún día (más pronto que tarde, por favor...) poder repetir aquello pues
contribuyó de forma muy positiva a acabar el día muy bien.
Eso y la
primera videollamada con una amiga donde repasamos los últimos acontecimientos
han hecho del día de hoy uno de los mejores, por ahora, del confinamiento...y
es que sí, al igual que todo el mundo, cada uno de nosotros/as también estamos
improvisando en cómo llevar de mejor manera el día a día de esta nueva
experiencia sin precedentes.
Quizá, como los
hombres de la caverna, necesitemos, de vez en cuando, reconectar con ese mundo
que, aunque ahora lejano, forma parte de nuestra vida y nos pertenece, aunque,
de forma temporal, nuestro compañero nos lo haya arrebatado.